Por John Welwood

Todo ser humano reconoce de manera intuitiva la importancia del amor incondicional, porque todos experimentamos el mayor de los gozos cuando podemos abrirnos y amar al otro sin reservas, suspendiendo todo juicio y valorándole tan sólo por lo que es. Y lo mismo ocurre cuando los demás nos reconocen y valoran de este modo. El amor incondicional tiene la extraordinaria capacidad de despertar una presencia interna superior, la presencia del corazón, que nos permite experimentar la inmensidad y profundidad que entraña el hecho de ser humano.

Con mucha frecuencia experimentamos con mayor intensidad el destello del amor incondicional en los momentos de inicio o de final -en el momento del nacimiento, en el momento de la muerte o cuando nos enamoramos por vez primera-, momentos en los que la esencia pura de la otra persona parece más resplandeciente y nos sentimos más directamente conmovidos por ella. El despertar espontáneo del amor nos estimula como el sol de primavera, caldeando y disolviendo nuestras facetas más tensas y más rígidas.

Pero lo cierto es que no tardamos, especialmente en la relación de pareja, en tropezar con los miedos y fronteras internas que impiden el libre flujo del amor. ¿Superaremos esas dificultades? ¿Podremos abrirnos? ¿Nos dañarán? ¿Confiaremos en esa persona? ¿Esta relación satisfará nuestras necesidades? ¿Debemos soportar las cosas que más nos irritan del otro? Todas estas dudas nos llevan a poner condiciones a nuestra apertura: «sólo puedo permanecer abierto y vulnerable […] si satisfaces mis esperanzas […] si me amas tanto como yo te amo […] si no me dañas…».

La discrepancia existente entre el amor incondicional y el amor condicionado exacerba la tensión entre dos facetas diferentes de nuestra naturaleza: la apertura incondicional del corazón y los deseos y necesidades condicionados que forman parte de nuestra personalidad. No obstante, el reconocimiento y el trabajo con esta tensión puede profundizar nuestra capacidad de amar, como si la fricción entre estos dos aspectos de nuestra naturaleza prendiese un fuego purificador que despertase nuestro corazón a los desafíos, los riesgos y los extraordinarios dones del amor humano.

El amor incondicional y el amor condicionado

La esencia del amor es la de circular libremente, sin cortapisa alguna que lo restrinja. El corazón aspira a trascender nuestra determinación racional de mantener una distancia segura, permanecer fríos o romper una relación demasiado dolorosa. En su esencia más profunda, el amor es completamente irracional y trasciende toda condición. Cuando nuestro corazón se abre a alguien que nos ha conmovido profundamente es muy probable que, sea cual fuere la forma que acabe asumiendo la relación, experimentemos una unión con esa persona durante el resto de nuestra vida. Y es que el amor incondicional se mueve por razones que la razón jamás podrá conocer.

El amor incondicional no impone ninguna forma determinada a la relación. Podemos amar a una persona muy profundamente pero, no obstante, ser incapaces de vivir con ella. No sólo somos corazón, sino que también tenemos gustos y aversiones, y todas esas condiciones determinan el modo en que nos impliquemos con una determinada persona. Esto es algo inevitable porque, apenas consideramos la forma de la relación que queremos con alguien, nos adentramos de lleno en el dominio de lo condicionado. A fin de cuentas, estamos en esta tierra y existimos dentro de ciertas formas y estructuras (el cuerpo, el temperamento, los rasgos distintivos de nuestra personalidad, las necesidades emocionales, los gustos y aversiones, las preferencias sexuales, el tipo de comunicación, los estilos de vida, las creencias, los valores, etc.) que coinciden más o menos bien con las pautas de tal o cual persona. Para que una determinada relación funcione bien debe existir una especie de «química», compatibilidad o comunicación que la haga posible.

El amor condicionado es un sentimiento de placer y atracción que se basa en el modo como otra persona satisface nuestras necesidades, deseos y consideraciones personales. Por decirlo de otro modo, es nuestra respuesta al aspecto, estilo, presencia personal y disponibilidad emocional que otra persona nos muestra. Pero aunque, obviamente, esto no sea nada negativo, representa una forma menor de amor que puede desvanecerse apenas cambian las condiciones que le dieron lugar. En tal caso, por ejemplo, el hecho de que la persona a la que amemos actúe de un modo que nos desagrada puede hacer disminuir nuestro amor. Y es que, cuando nuestra personalidad entra en conflicto con la personalidad del otro, el amor condicionado deja inevitablemente paso a los sentimientos conflictivos de miedo, enojo y rechazo.

Pero, en su esencia más profunda, el amor ignora toda condición porque, más allá del «sí» y del «no» condicionados se encuentra el «sí» incondicional del corazón.

La confusión entre el amor condicionado y el amor incondicional

Cuando en una determinada persona coinciden el amor incondicional y el amor condicional -es decir, cuando una persona no sólo conmueve nuestro corazón, sino que también satisface las condiciones que queremos de una pareja- es probable que nos sintamos fuertemente atraídos por ella. Las cosas se complican cuando ambos aspectos están en conflicto. Tal vez esa persona satisfaga nuestras condiciones pero no nos llegue, o por el contrario, conmueva nuestro corazón y nos induzca a abrirnos y a decir que «sí», pero nuestras consideraciones y criterios personales nos lleven a concluir que «no» .

Uno de los errores más frecuentes es el de tratar de imponer un «no» condicionado sobre el «sí» del corazón. Es muy común, en este sentido, que nos veamos obligados a poner fin a una relación porque el otro no puede satisfacer ciertas necesidades esenciales pero que, a pesar de ello, nuestro corazón siga amando a esa persona. En tal caso, negar o cortar el amor que todavía está fluyendo puede resultar demasiado doloroso, porque ello supone cerrar la espita misma de la alegría y de la vitalidad. Es por esta razón por la que, dondequiera que nos vemos obligados a cerrar nuestro corazón a alguien a quien amamos, sólo generamos más sufrimiento interno y nos ponemos las cosas más difíciles para abrirnos la próxima vez que nos enamoremos.

Cuando alguien a quien amamos nos daña y nos sentimos decepcionados o enfadados, solemos cerrar nuestro corazón y dejamos de amarle como una forma de castigo o de venganza. Pero lo cierto es que, en el fondo, todavía seguimos amando a esa persona y, en consecuencia, nuestro intento de cerramos no hace más que dañamos a nosotros mismos. El amor incondicional significa ser capaz de reconocer que amamos a alguien aun en medio del rechazo.

En realidad, es imposible cerrar el corazón, lo único que podemos hacer es desconectarnos de él erigiendo una barrera a su alrededor, una estrategia que acaba encerrándonos en nuestro interior y separándonos de los demás. Reprimir, pues, el flujo natural de salida de energía del corazón provoca un estancamiento energético que engendra todo tipo de problemas psicológicos.

Con todo ello no quiero decir que debamos seguir manteniendo una relación que no funciona por el mero hecho de que nuestro corazón siga abierto a él. En realidad, es posible que tengamos que romper el contacto y hasta la comunicación con alguien para recuperamos del dolor que nos provoca la separación. Pero ello no significa que tengamos que reprimir el amor que fluye de nuestro corazón. De hecho, el odio sólo es posible cuando nuestro corazón ha estado muy abierto y nos sentimos vulnerables. Esto es algo que debemos entender muy bien para que nuestros sentimientos de odio no se congelen y puedan atravesamos sin convertirse en un arma con la que dañar a los demás o a nosotros mismos.

Otro error muy frecuente consiste en tratar de imponer el «sí» del corazón sobre el «no» de nuestras consideraciones personales. Amar incondicionalmente a alguien no significa necesariamente tener que aceptar todo lo que hace esa persona. Recuerdo un artículo de Scientific American que ilustra perfectamente esta visión errónea, en donde puede leerse: «El amor y el apoyo incondicional pueden ser dañinos para el desarrollo de la autoestima del niño […]. Son muchos los padres que se preocupan inadecuadamente de hacer la vida demasiado fácil a sus hijos». Y es que el amor incondicional no tiene nada que ver con la aprobación, la permisividad o la tolerancia indiscriminadas.

Creer que debemos soportar incondicionalmente lo condicionado (la personalidad, la conducta o el estilo de vida de otra persona), puede tener consecuencias sumamente desastrosas. El amor incondicional no implica que tenga que gustarnos lo que detestamos o que debamos decir «sí» cuando necesitamos decir «no». El amor incondicional brota espontáneamente de una dimensión interna completamente ajena a los gustos, las aversiones, las simpatías y los rechazos condicionados. El amor incondicional es un reconocimiento de ser-a-ser de lo que, en sí mismo, es incondicional, la bondad intrínseca del corazón de otra persona, más allá de todas sus defensas y pretensiones. El amor incondicional dimana, en suma, de nuestra bondad esencial y despierta y pone de relieve la bondad de los demás.

La relación que sostuvimos con nuestros padres y nuestros hijos constituye nuestra primera experiencia de los mil modos distintos en que se entremezclan el amor incondicional y el condicionado. Casi todos los padres sienten originalmente un amor inmenso y sin reservas por su hijo recién nacido pero, de un modo tácito o explícito, acaban poniendo ciertas condiciones a su amor y lo utilizan como una forma de controlar al niño, una forma de recompensar las conductas deseadas. Como resultado de todo ello rara vez nos sentimos amados por ser tal cual somos, y las condiciones que nuestros padres impusieron a su amor acaban interiorizándose en forma de un «padre interno» (el «superego» o el «crítico interno») que gobierna nuestra vida y nos obliga a tratar de acallar esa voz interna que continuamente nos está juzgando y condenando.

Así es como acabamos poniéndonos condiciones a nosotros mismos y condenándonos a tener que ganar el amor, que acaba conviniéndose en el premio que nos concedemos cuando somos buenos. Por esto, sólo nos aceptamos a nosotros mismos cuando cumplimos ciertos criterios, cuando no tenemos miedo, cuando mantenemos el control, cuando superamos las pruebas que nos ponemos a nosotros mismos, cuando somos buenos chicos, cuando conseguimos lo que queremos, cuando somos buenos amantes, etc., y en caso contrario es como si no fuéramos dignos de amor. Al interiorizar las represiones impuestas por nuestra familia acabamos erigiendo un elaborado sistema de diques, válvulas y controles que acorazan hasta tal punto nuestro cuerpo que impiden el libre flujo del amor. Y así es también como transmitimos y perpetuamos en nuestros hijos el dolor y la confusión resultantes de poner condiciones a un amor cuya naturaleza esencial es la fluir libremente desde el corazón.

Pero, bajo todas las distorsiones del amor y más allá de la decepción y el enfado que pueda existir entre hijos y padres, en el fondo de cada uno de nosotros es posible encontrar un respeto y una preocupación más amplios que no precisan de justificación alguna y que simplemente son y jamás desaparecen. Por esta razón, sin importar las distorsiones que experimente, no hay modo alguno de cortar definitivamente la apertura y el amor incondicional existente entre padres e hijos.

Confiar en la bondad del corazón

En tanto que actividad espontánea del corazón, el amor incondicional resulta más patente en los estadios más tempranos de una determinada relación, aunque a menudo se oculte detrás de los esfuerzos de la pareja por adaptarse, comunicarse o satisfacer sus necesidades. También puede ocurrir que el amor incondicional quede sepultado por las tensiones de la vida cotidiana, las responsabilidades familiares y las exigencias laborales. ¿Cómo podemos permanecer en contacto continuo con la revitalizadora presencia del amor incondicional ?

Es evidente que tenemos que aprender a confiar en nuestro corazón pero ¿cómo llevarlo a la práctica? No basta, para ello con sólo creerlo, sino que debemos disponer de una forma real de alentar esa confianza y convertirla en una experiencia viva.

No conozco mejor modo de desarrollar esta confianza que la práctica de la meditación y del autoconocimiento. Al principio debemos cobrar conciencia de los desesperados esfuerzos que realiza nuestra mente para demostrarnos que somos buenos cumpliendo ciertas condiciones y de la tendencia a castigarnos cuando no lo logramos. Pero todas las cosas que más nos desagradan de nosotros mismos, los aspectos más tensos, contraídos y cerrados, son como niños que reclaman nuestra atención y a los que privamos de nuestra aceptación incondicional. Y todo esto nos ayuda a darnos cuenta del tremendo sufrimiento que entraña todo este proyecto. Es entonces cuando podemos reconocer la importancia de abrir nuestro corazón sin imponernos ningún tipo de condiciones.

Tenemos que empezar con nosotros mismos porque, mientras sigamos poniéndonos condiciones, nos veremos inevitablemente condenados a poner condiciones a los demás.

 

Abrir el corazón

Cuando conectamos nuevamente con el amor incondicional y aprendemos a abrir nuestro corazón a las facetas más heridas y más necesitadas de afecto de nosotros mismos y de los demás, la relación íntima puede convenirse en algo profundamente curativo. Pero la perfección celestial del amor incondicional que podemos conocer en nuestro corazón rara vez se traduce en el amor o la unión perfecta en el plano mundano. Las relaciones humanas se hallan en un proceso continuo de cambio, como la arcilla que debemos modelar continuamente para que acabe encamando y expresando el amor perfecto que constituye nuestra misma esencia. Los seres humanos vivimos en el espacio y el tiempo, y tenemos experiencias, temperamentos, ritmos, preferencias y aversiones diferentes. Por esto jamás podremos conseguir de un modo definitivo e ininterrumpido la unión incondicional absoluta.

De hecho, la misma apertura que experimentan los amantes alienta todo tipo de obstáculos internos que dificultan esa misma apertura, como los miedos condicionados, las esperanzas y necesidades irreales, las identidades y elementos inconscientes de la sombra y los problemas no resueltos del pasado. Así, aunque la relación despierte el anhelo profundo del amor perfecto, las condiciones impuestas por nuestra misma naturaleza terrenal conspiran para frustrar su expresión y realización. Por más que podamos experimentar momentos, vislumbres y hasta olas de apertura y unión total con el otro, jamás podemos esperar que la relación humana nos proporcione la plenitud total que buscamos.

El dolor que conlleva esta contradicción entre el amor perfecto y las imperfecciones que encontramos en el camino de la relación rompen nuestro corazón y lo abre. En palabras del maestro sufí Haztal Inayat Khan, el dolor del amor es «la dinamita que abre nuestro corazón, por más que sea tan duro como una piedra», poniendo así de relieve la desnudez esencial del ser humano que impone limitaciones terrenales a la perfección celestial. Pero hay que decir que, en realidad, resulta imposible abrir el corazón, puesto que su naturaleza esencial ya es abierta y receptiva. Le que sí podemos es abrir el muro que hemos erigido a su alrededor, el escudo defensivo que hemos construido para tratar de proteger nuestras facetas más vulnerables, aquéllas en las que nos sentimos más profundamente conmovidos por la vida y por los demás.

Aunque advertir la presencia de todos estos obstáculos pueda entristecernos y enojarnos, el único modo de atravesar estas decepciones sin dañarnos a nosotros ni a los demás es permitir que el corazón se abra precisamente en los momentos en que más nos gustaría cerrarlo. Y es que, al igual que las piedras que obstaculizan el paso del agua en el arroyo aumentan su velocidad, los obstáculos que impiden la expresión del amor incondicional pueden ayudarnos a experimentar con más intensidad la fuerza de este amor.

¿Cómo podemos permanecer con el corazón abierto en los momentos en que el dolor nos impulsa a protegernos y a cerrarnos? Es importante no negar el dolor ni tratar de amar artificialmente, porque esto sólo profundiza nuestra herida e intensifica nuestro enfado. Tenemos que empezar precisamente donde estemos, lo cual implica permanecer con nuestra herida o nuestro enojo y permitirle ser sin tratar de corregirlo. Es cierto que permanecer abiertos en esas condiciones nos hace sangrar, pero no lo es menos que la aceptación amable y respetuosa de ese sufrimiento ayuda a despertar nuestro corazón y permite que la fuerza del amor siga fluyendo.

Es así como los obstáculos que impiden el libre flujo del amor nos permiten descubrir lo que más vivo se halla en nosotros, la vulnerabilidad y ternura de nuestro corazón roto y, sin embargo, abierto. Porque, aunque nadie pueda proporcionamos todo el amor que necesitamos y del modo como lo queremos, la aceptación compasiva de nuestro sufrimiento puede abrir las puertas al amor incondicional.

Permitir que el corazón roto nos despierte al misterio de amar, cosa que no podemos dejar de hacer por más que nos desagrade, sin más razón que porque nos conmueve de un modo que no llegamos a comprender. Lo que amamos en los demás no es sólo su corazón puro, sino también su lucha con todos los obstáculos que impiden su expresión más plena y resplandeciente. En tal caso, es como si nuestro corazón quisiera aliarse con el suyo y acompañarle en su lucha por alcanzar, más allá de todas sus aparentes limitaciones, la dimensión más elevada de su ser.

De hecho, si las personas a las que amamos se ajustasen perfectamente a nuestro ideal, no podrían llegar a conmovernos de un modo tan profundo. Son precisamente sus imperfecciones las que proporcionan a nuestro amor algo con lo que trabajar. Es así como los obstáculos que se presentan en una determinada relación constituyen el acicate necesario para que nuestro corazón se expanda hasta llegar a incluir la totalidad de lo que somos. También es así como el amor incondicional puede madurar más allá de su emergencia espontánea en la primera llamarada del enamoramiento y convertirse en una práctica continua de valor y de humildad, en un aprendizaje para llegar a ser plenamente humanos.

La apertura del corazón es la fuerza transmutadora de la alquimia del amor que nos permite ver la bondad incondicional de las personas más allá de las limitaciones de su yo condicionado. La apertura del corazón nos ayuda a recuperar la belleza que se halla oculta en la bestia y a comprender la profunda relación existente entre los aspectos condicionado e incondicional de nuestra naturaleza. El desbordamiento del corazón roto y abierto empieza con la bondad hacia nosotros mismos y luego irradia en forma de compasión hacia todos los seres que ocultan su ternura por miedo a ser heridos y que necesitan de nuestro amor incondicional para despertar su corazón.

 

Extraído del libro “Psicología del despertar”, de John Welwood. www.editorialkairos.com

Un comentario

  1. Gracias, cuando le cierras la puerta al amor natural e incondicional, por decisión compartida, sufro, no puedo amar, actuar, esto me frustra y llena de dolor mis pasos. Esa decisión lejana parece eterna e irrealizable, la puerta se cerró. Sin embargo, sigue estando presente ,a cada momento, y solo lleva.a sufrir más x inalcanzable, una pérdida absoluta de lo que considere mi amor definitivo, en crecimiento. Todo cayo

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