¿Cómo lograrías transmitir a un ciego de nacimiento toda la plenitud, belleza y matices de una puesta de sol? Pues de la misma forma, a la mente racional le resulta imposible comprender en toda su dimensión un sentimiento salvo que lo conozca previamente; y más imposible aún tratar de que capte en lo profundo la esencia y sentido de la existencia, de nuestra auténtica naturaleza, más allá de la pobre y particular imagen que cada uno se forma del mundo y de sí mismo.
La mayoría de religiones utilizan símbolos, alegorías y metáforas para explicar lo espiritual, porque surgieron en épocas en las que era quizá la única manera que se encontró de mediar entre lo visible y lo intangible. No son por tanto un camino hacia la experiencia íntima y directa, sino una vía para acercarse a un sentimiento interior condicionado y alimentado por una determinada creencia previa, un acto de fe, en definitiva.
Sin embargo, siempre han existido a lo largo de los tiempos personas privilegiadas que han podido acceder a la experiencia directa de lo espiritual trascendiendo este plano ordinario en el que nos movemos; han sido capaces de abrirse a la sabiduría intuitiva y comprender más allá del mental que vivimos en un estado de ignorancia, separación y dualidad, sin ser conscientes de que la realidad de lo que somos es mucho más amplia e incognoscible de lo que simplemente pensamos y creemos.
Estas personas, estos maestros del camino interior, nos han transmitido un conocimiento al que han podido acceder en sus experiencias de transcendencia del ego y apertura a otros niveles de conciencia. Lo que sigue a continuación se apoya en esa transmisión, pero como dijo un sabio, no te creas nada de lo que te digan hasta que no lo sientas en tu interior; sólo así podrás comprender.

¿Cuál es nuestra naturaleza?
– Somos en esencia seres de luz, que por razones que escapan a nuestra
comprensión, estamos ahora mismo encarnados en un cuerpo-mente.
– Dicho cuerpo-mente, vehículo del ser que somos, arribó a este mundo con una determinada carga genética, kármica, energética.
– El instinto de supervivencia, y por tanto el miedo a desaparecer, provocó que se desconectara de la energía del ser, de su auténtica realidad, y se focalizara en la adaptación al medio exterior.
– Fruto esencialmente del modelo aprendido en su primer hogar, se vio abocado en ese proceso de adaptación a potenciar determinadas cualidades, a manifestar ciertas conductas y a forjarse un determinado cuerpo de creencias sobre sí mismo, los demás y el mundo, a la vez que debió negar otras, de las que acabó desgajándose, y que pasaron a integrar su sombra inconsciente.
Como consecuencia de todo ello, cada uno de nosotros somos en conjunto:
* Un ser luminoso, no diferenciado de la Energía Cósmica (o llámala como prefieras), aunque con un nivel vibratorio todavía imperfecto y un consiguiente anhelo de evolución-unión con la Totalidad. Desde esta perspectiva, la encarnación en un cuerpo-mente es una oportunidad para recrear dicho anhelo de evolución del ser.
* Una energía encapsulada, totalmente inconsciente, normalmente vinculada a experiencias que en determinados momentos de nuestra vida provocaron en nosotros un fuerte impacto emocional.
* Un cuerpo-mente consciente, dominado y dirigido por un ego que tiene como único objetivo sobrevivir. Dicho ego se apoya en lo que llamamos nuestra personalidad, nuestra identidad, nuestro yo, una visión pobre, limitada y distorsionada de lo que realmente somos. Pero el hecho de que nos identifiquemos con él le proporciona una fuerza increíble. Y además, tiene unos mecanismos de defensa muy potentes, que hacen que sea tremendamente difícil cambiar, salir de ahí y conectar con nuestra auténtica realidad.

La desidentificación como gran objetivo
Una pregunta típica del maestro zen a un alumno es: “¿Quién eres tú que dices que te sientes triste?”. Es decir, ¿con quién te identificas, desde qué parte de ti hablas cuando dices que estás triste o alegre, que eres esto o lo otro, que tus metas son éstas o aquéllas, etc, etc?
El objetivo final del trabajo interior es la desidentificación, de forma que cuando uno comprende experiencialmente que no es ese yo con el que siempre se ha identificado, que no es ninguno de los personajes que lo conforman, se instala en el testigo, en la conciencia que trasciende el ego y desde ahí “ve” y finalmente comprende.
Pero claro, esta experiencia última o no se vislumbra a lo largo de toda la vida o sólo se presenta en algún momento cumbre, para acabar desapareciendo al poco rato dejando sólo un recuerdo maravilloso pero inalcanzable hasta la siguiente experiencia… si se presenta.
De modo que, en nuestro tránsito por este mundo, nos identificamos con un ego que tiene una visión pobre, limitada y distorsionada de la vida y cuyo único objetivo es sobrevivir; un ego generador de sufrimiento y atrapado en un laberinto de miedos interminables, de deseos y rechazos, de búsqueda ansiosa de migajas de reconocimiento y aceptación por los demás, que paradójicamente se niega a sí mismo. Lo que provoca una desconexión del ser que somos y una focalización hipnótica en el exterior, en los otros, y en cómo conseguir los objetivos que el propio ego nos impone.
Nuestra realidad es que percibimos el mundo y nos movemos en él desde esta peculiar visión. Pero el ego es poliédrico, tiene muchas facetas, muchos personajes, cada uno con una identidad peculiar, con un concreto cuerpo de creencias, de miedos y condicionantes, de sensaciones, de emociones, de sentimientos, con una manera específica de comportarse e incluso con un lenguaje gestual determinado.
La observación permanente de cada uno de ellos cuando se manifiestan, acogiéndolos con actitud compasiva, es el camino para desidentificarnos de su influencia, o como más le gusta al ego pensar, para que no nos hagan sufrir y no condicionen ni limiten tanto nuestra vida.
Volviendo a la frase zen anterior, nos pasamos la vida saltando automáticamente de un personaje a otro según las circunstancias, y desde ahí valoramos, juzgamos y actuamos. Por eso, en el contexto del ego que creemos ser sigue teniendo validez esa frase zen, es decir, ¿desde qué personaje con el que ahora mismo te estás identificando dices yo pienso, creo, siento, decido, elijo o rechazo?
Si algo tenemos claro es que el cuerpo y la mente a los que llamamos “yo” desaparecerán algún día. Y sin embargo dotamos a nuestra efímera vida de una
trascendencia y gravedad dominada por el sufrimiento, incertidumbre, conflictos, deseos banales, rechazos emocionales y sobre todo miedo, mucho miedo.
¿No resulta absurdo creer que en nuestro tránsito por esta vida esa es la única razón, el único sentido de nuestra breve existencia?