Por Pablo Azón Garcés.
Profesor de Yoga y Yogaterapia
Fui piedra y perdí mi centro,
y me arrojaron al mar.
Y al cabo de tanto tiempo,
mi centro vine a encontrar.
Soleá tradicional de Alcalá.
Cuando una persona se inicia en la práctica del yoga, suele hacerlo con la idea de que le beneficiará a nivel físico y de relajación, algo que es cierto, pero es además tarea del profesor ir induciéndole poco a poco al que es el objetivo último del hatha yoga: la meditación. Y si ya somos practicantes de yoga que empiezan a explorar su ser, cada vez nos afanamos más en probar nuevas técnicas del mundo del yoga y de otras filosofías, para conocer, experimentar y, si nos han aportado sabiduría, incorporarlas a nuestra práctica. Y esta necesidad de conocer es buena, sana y productiva, pero muchas veces nos perdemos en la búsqueda de nuevos conocimientos o en el afán de vivir estados cercanos al éxtasis que nos ayuden a trascender de un golpe el yo y esta realidad.
Como decía el médico psicosomático Juan Rof Carballo, los occidentales queremos lograr en un fin de semana lo que los monjes zen o los yoguis demoran años en conseguir.
Al final, como al principio, se trata de no excederse, de que cada uno vaya forjando su propio camino con las herramientas que le sirvan a él y solo a él, hasta la liberación del ser; y de que la batalla es aquí abajo, en la tierra, en este plano, en el encuentro con uno mismo y en la superación de nuestros gozos y nuestras sombras. Y esta propuesta que voy a exponer nos ha servido a muchos, hasta el punto de convertirla en el eje de la práctica yóguica, meditacional y por ende, de la propia vida. Y no deja de ser eso, una propuesta más, que eso sí, ha de sembrarse día a día.

Ahora comienza el yoga
Se define etimolóficamente al yoga como unión, del cuerpo con la mente, del hombre con la divinidad. Asociamos la primera parte al hatha yoga y la segunda, más espiritual, a la meditación. En realidad no hay separación, es un todo. Empezamos con un horario fijo para profundizar en el yoga o la meditación, y el siguiente paso es que rompamos el reloj, traspasemos las paredes del aula e incorporemos ambas disciplinas a la vida cotidiana para experimentar el mundo a través de ellas. Al fin y al cabo, la práctica de hatha yoga es una preparación física, energética y mental para meditar, cuando no es ya una meditación en sí misma. Y por su lado, meditación significa transformar la conciencia, alcanzar una dimensión nueva del yo, del ser, arañar su verdadera naturaleza. Y es aquí, en la primera brizna de silencio interno, donde comienza la espiritualidad.
Por esto, al practicar hatha yoga es necesario establecer una sinergia total entre cuerpo y mente por medio de la respiración, que nos ayudará a detener nuestro diálogo interno y a instalarnos en una vivencia nueva desde el silencio. Al enfocar la atención en los músculos y en las sensaciones corporales, relajando las zonas que se tensionan y siendo conscientes de nuestros límites, desarrollamos tanto la conciencia corporal como nuestra actitud, de exceso o debilidad, frente a la propuesta del asana. Este último aspecto, ser conscientes de cómo afrontamos psíquicamente la postura, es particularmente revelador porque refleja las actitudes con las que nos movemos en la vida cotidiana.
Así, estableciéndonos en los tres fundamentos básicos de la práctica de asana: inmovilidad, relajación y duración, mediante una actitud correcta de entrega, y situados en el justo esfuerzo, transmutaremos un ejercicio físico en una vivencia meditativa. Y lo más hermoso es que para ello recorreremos de una manera natural los estados de pratyahara (interiorización y absorción de los sentidos), dharana (concentración) y, en el momento en el que la atención mental se prolongue libre de juicios en las sensaciones corporales y los movimientos mentales, podremos acceder a un estado de dhyana, de meditación plena.
La vivencia en el asana permite aún ir más allá. Estamos entrenando la capacidad de dirigir la atención mental donde queramos, estamos aprendiendo a sentir cada vez más cualquier zona del cuerpo y, por tanto, de trasladar no solo la relajación, sino la respiración, la energía y nuestra serena voluntad allá donde nos propongamos. A cada instante, es esta voluntad ecuánime de una conciencia libre, superior, establecida en buddhi, con la facultad de discriminar, la que ha modulado el esfuerzo físico de la postura y se ha esforzado en mantener la concentración hacia uno mismo. Y a medida que crece la presencia en el cuerpo se instala la calma en nuestra actitud, y entonces la respiración se va liberando poco a poco, fluyendo de forma natural, cobrando vida propia hasta convertirse en una auténtica guía, en un ente impersonal donde depositamos las riendas de nuestra voluntad.
En esta entrega del ego seremos testigos de cómo la respiración se expresa y dirige los avances del cuerpo en la asana, sin valoraciones ni desidia ni sobre esfuerzo alguno, sino con la sabiduría de una maestra que realmente conoce nuestras necesidades más allá del mundo del yo. La atención mental, nuestra voluntad y las consiguientes respuestas de relajación o avance en la postura que perseguimos en el cuerpo quedan entonces diluidas. Somos sólo respiración.
Sencillamente observamos cómo se manifiesta, cómo el cuerpo responde ante un empuje que nos es ajeno, hasta que todo nuestro físico queda envuelto por la respiración, es ya la respiración; y la mente, llena de presencia, acaba por mecerse en su vaivén y se fusiona con el aire que entra y sale, y también con el cuerpo, tocando con los dedos el estado final de samadhi, de un pequeño estado de iluminación ya donde la conciencia del yo se desvanece en el objeto de observación, que son la respiración y el cuerpo, y se experimenta un vacío lleno de vida. Y para nuestro asombro descubrimos una nueva América en nuestro ser, una realidad más allá del yo, de la posibilidad de un nivel de conciencia superior, y en cuyas playas sentimos una serenidad y una presencia plenas.

Y la meditación ya ha empezado
Normalmente se concibe a la meditación como una apertura hacia otros planos de la conciencia, en los que el ego queda disuelto frente a estados místicos, más allá de la comprensión ordinaria. Sin desdeñar en absoluto esta visión ni las experiencias valiosísimas que de ellas puedan surgir, la meditación debe encaminarse principalmente a trabajar este plano de la realidad mediante el conocimiento de uno mismo. Al fin y al cabo la vida es, de largo, la mayor de nuestras experiencias, y nuestro anhelo es aprender a vivirla con plenitud.
Como se ha expuesto, el hatha yoga nos ayuda por un lado a entrenar la atención continuada y por otro a vislumbrar nuestros condicionantes psíquicos, que oscilan entre la auto exigencia, la vanidad, la inseguridad o la debilidad, y que perturban la entrega correcta y amable de nuestra inquieta mente a la sesión. Pero por leve que creamos que es esta entrega, en una sesión de yoga trabajamos sutilmente a nivel físico, energético y mental, dando por resultado una interiorización y una receptividad propicias para la meditación. De otra manera, nos resulta muy difícil sentarnos a meditar si no poseemos ya una gran experiencia o si no es una meditación guiada por un instructor en la que nos dejamos llevar por sus indicaciones.
Porque para trabajar este plano de la conciencia que es la propia vida, ha de llegar el momento en el que nos sentemos a meditar en soledad y seamos capaces de situarnos en la absoluta presencia por nosotros mismos, sin ayuda externa. A mi modo de ver, la propuesta meditativa que mejor continúa la lógica de la sesión de yoga, por supuesto sin desdeñar otras, y que supone un auténtico encuentro con uno mismo, es Vipassana, la meditación de la visión penetrante, enseñada originalmente por Buda.
Su técnica es muy sencilla. Consiste en mantener la atención en la sensación del roce del aire al entrar y salir por nuestras fosas nasales. Se trata de una sensación neutra, que no es ni placentera ni desagradable, y por tanto está libre de expectativas, sin objetivo aparente alguno, salvo permanecer inalterado en esa sensación de manera continuada.
En hatha yoga entablamos una rica comunicación con el cuerpo y la respiración, y eso nos ayuda a focalizar la atención. Ahora ya podemos dar un paso más y concentrar el cuerpo, la respiración y la mente en un solo punto. Y observar. Aparecerá el rechazo, la impaciencia, el aburrimiento; nos evadiremos automáticamente con los pensamientos, recreando el pasado o anticipando el futuro, y diversas zonas de nuestro cuerpo empezarán a quejarse de una forma u otra. Sin embargo, pronto aprenderemos que todas estas reacciones, al igual que ocurre en la vivencia de asana, no son sino un reflejo de nuestras actitudes ante la vida cotidiana. Son los mismos condicionantes de comportamiento (miedos, inseguridades, anhelos) que nos alejan de nuestro centro, de una vivencia plena y serena.
Gracias a este anclaje de la mente en la sensación del aire en las fosas nasales, llamado anapanasati, vamos desarrollando un nivel de plena presencia que se sitúa por encima del flujo de pensamientos, del apego y del rechazo. Esta presencia es nuestro verdadero centro. Al trasladar nuestra conciencia, nuestro observador, a esta sensación neutra, aprendemos a contemplar un baile de pensamientos que es sinónimo de resistencia a la práctica. También, desde los más profundo, asoman a veces los sentimientos y las emociones. Una y otra vez nos arrastran fuera de nuestro anclaje y, una y otra vez, con amabilidad, volvemos a llevar la atención a las fosas nasales. Es importante saber que durante el proceso vamos siendo cada vez más conscientes de cuándo ocurre. En este ir y venir veremos que existe una gran diferencia entre el estado de plena y serena presencia, incluso si sólo la llegamos a experimentar durante medio segundo, y el desgaste que supone sumergirse en los pensamientos y emociones. Son dos niveles dentro de la misma conciencia, uno superior y otro inferior.
Desde este nivel de presencia, puro y libre de juicios, divisamos el flujo de pensamientos y emociones que aparecen y desaparecen. Cada vez establecemos más distancia con ellos, nos desapegamos como si miráramos desde la cima de una atalaya. Somos testigos de su impermanencia, ya que tal y como vienen se van. Su huella se desvanece enseguida en cuanto ya no les dedicamos tiempo. Y en contraste, nos permiten apreciar entremedias un vacío repleto de paz y consciencia cristalina.
Cuando un pensamiento, una sensación corporal o una emoción nos perturba, simplemente tomamos nota mental de lo ocurrido para analizarlo más adelante, y lo dejamos desaparecer en paz. Contra más consigamos cultivar nuestra plena presencia, nuestro centro inalterable, más fácil nos resultará situarnos en éste para no identificarnos con aquello que nos altera, y así poder abordar la forma que adopta al manifestarse y sus posibles causas.
De esta manera vamos adoptando una conciencia meditacional que nos permite distinguir entre el observador, que es una atención pura, de aquello que es observado, esto es, nuestro yo y sus condicionantes. Y entonces nos vamos dando cuenta de que nuestra naturaleza real es esa presencia plena, ecuánime, dulce y serena, y que los pensamientos y emociones, los rasgos que creemos que constituyen nuestra persona, lo que nos enorgullecen y lo que rechazamos, nuestros propios nombres y apellidos, no son verdaderamente nuestros, sino que suceden en otro lugar, en otro plano alejado del centro en el que nos hemos instalado.
Antes o después llega un punto en el que esa atención pura ya no observa, sino que se funde con lo observado y acaba por momentos con lo que llamamos la dualidad del observador y lo observado. Entonces nuestra experiencia es pura consciencia y experimentamos otra dimensión del ser que nos deslumbra. Puede durar sólo unos instantes nada más, pero quedamos prendados de su resplandor y caemos en el error de encaminar nuestra meditación solo con el fin de volver a tocar con las yemas de los dedos esa plenitud. Cuanto más la persigamos más nos rehuirá, así que debemos resignarnos cuanto antes y humildemente volver a empezar con la inocencia del principante.
Y al final hemos de ir trasladando paulatinamente esta conciencia meditacional a la vida cotidiana, a usar los mecanismos y certezas que hemos aprendido con la visión penetrante hacia el interior para encarar el exterior y manejar cabalmente las respuestas desde nuestro centro, desde nuestra naturaleza real.
Así, experimentaremos el mundo a través de unos ojos renovados, instalándonos una y otra vez en un presente prolongado que va descubriendo despacio el velo de una existencia libre, apasionante y llena de aventuras.
Magnifico artículo. Qué bien descritos la secuencia y la finalidad.
Gracias y enhorabuena Sergio!