Uno de los experimentos más interesantes en la historia de la investigación psicológica fue realizado en 1965 por Mark Seligman y Steve Maier. Utilizaron tres grupos de perros, dos de ellos para realizar el experimento y un tercero de control, que no recibió ningún tipo de tratamiento.

A los perros del primer grupo se les aplicó descargas eléctricas inesperadas en sus patas traseras, que podían detener ellos mismos pulsando con el hocico un panel junto a su cabeza.

A los del segundo grupo se les aplicó también descargas eléctricas, pero con la salvedad de que no podían detenerlas aunque pulsaran el panel.

En una segunda fase del experimento, se colocó a los tres grupos en un compartimento en el que seguían recibiendo descargas inesperadas, pero con la posibilidad de trasladarse a otro compartimento contiguo en el que quedaban libres de ellas.

El resultado fue que los perros del primer grupo y del de control, aprendieron por igual a trasladarse al segundo departamento para liberarse de las descargas. Pero los del segundo grupo no fueron capaces de reaccionar de la misma manera, y permanecieron en el compartimento “aceptando” las descargas. Su incapacidad para detenerlas les había generado una conducta de indefensión, de impotencia para escapar del espacio dañino.

Cada uno de nosotros sufrimos en ocasiones, con mayor o menor intensidad y repercusión, episodios de indefensión aprendida. Diferirán las vivencias, las conductas, las consecuencias, pero todos compartimos este problema, que nos genera una sensación de frustrante impotencia para afrontar y resolver determinados conflictos perjudiciales, que acaban enquistándose en nuestro interior y convirtiéndose en crónicos.

Caemos por ejemplo en indefensión aprendida cuando nos bloqueamos y no somos capaces de afrontar de manera natural situaciones que nos procurarían recompensas positivas. Un caso típico es la torpeza conque en ocasiones se comporta una persona ante aquella otra por la que se siente atraída.

La explicación de la indefensión aprendida se encuentra en la percepción distorsionada que tenemos de nuestra capacidad para manejarnos adecuadamente ante determinadas vivencias, fruto de una visión pobre sobre nosotros que nos lleva a creernos impotentes para resolverlas satisfactoriamente, hagamos lo que hagamos. El convencimiento de que no somos capaces de controlar su resultado final desestabiliza de forma decisiva nuestra manera de afrontarlas. Surgen entonces pensamientos negativos o justificativos, estados emocionales perturbadores y conductas desajustadas.

Las huellas emocionales que experiencias negativas del pasado dejaron en nosotros condicionan decisivamente la visión sobre uno mismo, los demás y la vida en general; condicionan también pensamientos, conductas y actitudes mantenidas a la hora de afrontar dificultades y abordar determinados retos, e incluso nuestra forma de sentirnos y sentir a los demás.

Tales huellas emocionales y su consiguientes efectos son más potentes aún si provienen de experiencias desestabilizadoras de la primera infancia, cuando éramos seres absolutamente vulnerables, con pobres mecanismos de defensa para protegernos del miedo y del sufrimiento, con una mente poco desarrollada y por tanto escasa capacidad para comprender la realidad que a cada uno nos tocó vivir.

Aunque hay personas que pueden presumir de haber tenido una infancia relativamente feliz, lo cierto es que el proceso de adaptación al entorno que toda niña/o debe desarrollar, genera mucha inseguridad. Cualquier aprendizaje es duro, lo sabemos por experiencia, y lo es mucho más para cualquier niño/a, que ni está preparado, ni tiene suficientes recursos, ni posee mecanismos defensivos para neutralizar o minimizar las críticas y conductas que inevitablemente va a sufrir, y que además debe convivir con impulsos y reacciones emocionales que aún no ha aprendido a canalizar.

Y si esto es así en infancias “normales”, no digamos en aquellas otras marcadas por vivencias duras, difíciles, en las que quizá primó la falta de cariño o atención por parte de los padres, la crítica machacona, la falta de apoyo, actitudes agresivas y represivas, castigos desproporcionados, etc., que además de provocar entre otros efectos un evidente sufrimiento, baja autoestima, bloqueos emocionales y falta de confianza, les abocaron a “aprender” que, hicieran lo que hicieran, no eran capaces por sí mismas de revertir una actitud de su entorno que sentían como hostil. Y dado que toda niño/a percibe que, sobre todo en su primera fase de existencia, depende de sus padres para sobrevivir y adaptarse a la vida, desarrollaron un estado interior de indefensión aprendida que inevitablemente les marcará en el futuro.

Cada persona observa el mundo y se mueve por él condicionada por su particular percepción de la realidad, que no es más que una interpretación sui generis motivada por su necesidad de adaptarse al entorno de acuerdo a los parámetros con los que se identifica; entre ellos la baja autoestima, con episodios de impotencia para afrontar situaciones que la vida le trae, reacciones de victimismo o un estado de desconfianza permanente que sin duda parte de la que siente hacia sí misma, hacia su valía personal y su potencial oculto, y que proyecta en los demás situándose en una actitud defensiva que no es sino una reacción ante su propia convicción de que los demás la van a juzgar de la misma manera que ella lo hace.

Podemos elegir, siempre podemos hacerlo, entre no hacer nada y perpetuar la inhibición y el sufrimiento, o ponernos manos a la obra y dar un golpe de timón liberador de lo que nos asfixia y condiciona. Ello es posible:

1. Tomando conciencia de que las limitaciones sobre las capacidades reales y el potencial de crecimiento propio no son más que distorsiones de una mente atrapada en experiencias negativas del pasado. En definitiva, dejar de creer a ciegas en lo que pensamos sobre nosotros mismos, porque está cargado de crítica destructiva, negatividad y temor.

2. A partir de ahí y tras detectar que los pensamientos distorsionados, los bloqueos o desajustes emocionales y las conductas inhibitorias merman decisivamente la expresión natural de la propia energía, abrir con toda intención la puerta a la autoconfianza y ganar en autoestima y seguridad, reconociendo la propia valía personal tanto tiempo cercenada por la destructiva huella de vivencias frustrantes o incluso traumáticas. En definitiva, practicar un ejercicio de amor continuado hacia uno mismo, aportando luz y reconocimiento a conductas y acciones cotidianas positivas, a la vez que minimizamos los errores que, por otra parte, todos acabamos cometiendo.

Adjunto este vídeo en el que una profesora realiza con sus alumnas/os una práctica sobre la indefensión aprendida.

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