Cuando tenía 12 años se me ocurrió sugerirle ingenuamente al cura de religión, delante de toda la clase, que si Dios estaba en todas partes estaría también en el infierno.
Su reacción ante lo que tradujo como grave impertinencia fue montar en cólera y echarme de clase con cajas destempladas. Estábamos en plena dictadura franquista e imperaba la ortodoxia del nacional-catolicismo… así que mi comentario le debió sonar a sacrilegio puro. Aunque seguro que hoy seguiría escandalizando a bastante gente.
Ni que decir tiene que la expulsión me resultó traumática, por la vergüenza que pasé sintiendo las burlonas miradas de mis compañeros mientras alcanzaba la puerta de salida, y sobre todo por el convencimiento de que había blasfemado, vista la reacción del cura, y a ver qué hacía yo ahora para reparar el rebote divino que había provocado.
Años más tarde, uno de esos maestros del viaje interior con los que he tenido la suerte de encontrarme en la vida, que muy zen él utilizaba la provocación como estilete de apertura de la consciencia, soltó en una conferencia: “Dios y el Diablo son la misma cosa”. Por suerte para mí, había leído ya por entonces algo sobre la ley de los opuestos del Tao y así evité rememorar el trauma del cura del instituto, que tampoco era el sitio adecuado allí en medio de la charla. Pero es que hubo más. Comprendí en ese momento el verdadero sentido que encerraban dichas palabras tan aparentemente irreverentes.

El Dios de las mil caras
El anhelo espiritual es algo incuestionable. De hecho no ha habido cultura a lo largo de los siglos en la que no se haya manifestado, germinando de un modo u otro.
Pero es entendible que, históricamente, las diferentes culturas hayan interpretado la espiritualidad desde sus respectivas mentalidades, prejuicios, necesidades y temores. Los pueblos antiguos, marcados por la exigua supervivencia, adoraban a animales. Después, sociedades más asentadas alzaron su mirada al firmamento y embriagados por sus misterios los sustituyeron, aunque no del todo, por los astros, sobre todo por el dios sol dador de vida. Por ejemplo, en el Egipto de los faraones el dios Ra compartía culto con animales como el buey Apis.
El paso siguiente fue identificar lo divino con seres humanos reales o imaginados, a los que se atribuía poderes sobrenaturales. Los dioses griegos o romanos son un buen ejemplo, y su característica más sobresaliente es que compaginaban esos poderes con brotes emocionales con los que los simples mortales podríamos perfectamente identificarnos. Algo parecido al Dios del Antiguo Testamento, que podía caer en reacciones de cólera o venganza si se contradecían sus designios.

El Dios católico
En los años 70 del pasado siglo, Jethro Tull publicó el mejor disco de su carrera, Aqualung, vetado en España por la censura franquista porque iniciaba el texto de la carátula con la frase de Nietzsche: “En aquel tiempo, el hombre creó a Dios a su imagen y semejanza”.
Un problema endémico en el mundo de la espiritualidad es que las revelaciones a las que han accedido muchos maestros en estados elevados de conciencia, son luego interpretadas de forma racional y por tanto distorsionada por sus discípulos. Además de que no existe ningún idioma que contenga terminología adecuada y suficiente para poder explicar un conocimiento que proviene de otros planos; la palabra siempre es pobre para definir lo que sentimos, pero en estos casos mucho más. Consecuencia de ello ha sido la proliferación de sectas y corrientes diversas en muchas religiones, cada una de ellas con una imagen sui generis de lo divino y un firme convencimiento de estar en posesión de la verdad.
La Iglesia Católica, que ha tenido como principio inspirador de su doctrina uno de los mensajes más impresionantes que la Humanidad ha recibido, el Amor como fuente de energía que impregna la existencia y elemento coexionador de la unicidad, ha basado una buena parte de su amplia difusión en la utilización de arquetipos muy arraigados en el inconsciente colectivo. Además de su demoledora amenaza de condenación eterna sin segunda oportunidad, y de apoyarse en estructuras de poder a lo largo de la Historia, consiguiendo así el control absoluto de los fieles en lo espiritual y en lo material con el miedo como argumento, nos ha transmitido la imagen de un Dios contradictorio, infinitamente misericordioso y a la vez capaz de castigar a los humanos nada menos que con el sufrimiento eterno.
La visión de Dios como padre guía, comprensivo y a veces severo, de la Virgen como madre incondicionalmente acogedora y amorosa, y de Cristo como el hermano que todos soñaríamos tener, es una recreación idealizada de la familia como núcleo con el que culturalmente todos nos identificamos. Proporciona un sentimiento de afinidad con lo divino del que carecen otras religiones.
Pero un Dios que rechaza y condena al mundo de la sombra a su ángel más bello, en lo que en lenguaje humano se interpretaría como un ataque de celos, no casa con la imagen de pureza y Amor infinitos. Tampoco encaja con su infinita misericordia la terrible sentencia de condenación eterna a quiénes no siguen los códigos morales impuestos por la jerarquía eclesiástica. Cristo no habló nunca de condenar a nadie, más bien al contrario; su frase en la cruz “perdónalos porque no saben lo que hacen”, está en consonancia con la de Buda “el problema no es entre el bien y el mal, sino entre el conocimiento y la ignorancia”.

Creer vs. sentir
Contra más evolucionada espiritualmente está una sociedad, menos necesita de intermediarios y medios externos en forma de rituales, imágenes, etc., para acercarse a lo espiritual y sentir en su interior la conexión con todo lo que es. Hablo de sentir, no de creer, y ahí radica el gran problema, porque lo espiritual no es una creencia sino puro sentimiento, una experiencia íntima.
La auténtica espiritualidad trasciende el mundo de los opuestos, es integradora, infinitamente comprensiva. Cualquier limitación, condicionante, moral, etc., pertenece al reino de los mortales porque forma parte de su propia naturaleza, y como no se alcanza a comprenderla en lo profundo, porque se desconoce la experiencia, se proyecta interpretando lo espiritual con códigos humanos. Seguramente a esto se refería Nietzsche con su frase.