El camino evolutivo que el ser humano emprende al nacer es un tránsito desde la total dependencia del bebé para sobrevivir, a la pretendida autosuficiencia del adulto.
Pretendida, porque la educación que desde un primer momento reciben niños y niñas está mayoritariamente orientada a ser en el futuro útiles a la sociedad, a aprender normas de comportamiento y a saber desenvolverse en ella; es decir, una educación focalizada hacia el exterior, en la que apenas se tienen en cuenta, e incluso se reprimen o silencian, sus desahogos emocionales, inquietudes, temores, su alegría, espontaneidad, ilusión, imaginación, fantasía, creatividad, etc.
Esta forma de educar no es privativa de las escuelas, ya que la mentalidad colectiva de padres y otras personas de su entorno, atrapados muchos de ellos en los estereotipos de la educación que en su día recibieron, abona y practica con los pequeños una orientación sesgada, en la que por encima de todo priman consejos y correcciones sobre la forma adecuada de comportarse y sobre cómo llegar a ser una persona de provecho el día de mañana. Lo que como seres sociales que somos tendría sentido, si no se obviara algo tan esencial como la comprensión del mundo interior del niño/a y la indispensable ayuda que necesita para aprender a canalizar emociones y sentires.
Dicha omisión acaba afectándole de manera decisiva al alcanzar la adolescencia, una etapa de la vida en la que va a experimentar grandes cambios a nivel físico, sexual, cognitivo, emocional y social, y en la que por ley natural sentirá la necesidad de abrirse a un entorno más amplio y a nuevas experiencias que deberá aprender a afrontar por sí mismo.
Todo ello le despertará una evidente inseguridad, agravada a menudo porque a muchos padres les cuesta asimilar su pérdida de influencia, además de rechazar algunos comportamientos, sin querer darse cuenta de que lo que el adolescente necesita por encima de todo es su apoyo y comprensión ante la nueva y potente aventura que tiene por delante en su vida. La consecuencia será una tensión más o menos frecuente y notoria, y un cierto desajuste o deterioro de la relación. Añadido a la rebeldía que tiende a despertarse en el adolescente, fruto sobre todo de su necesidad de autoafirmación en su tránsito hacia la autosuficiencia adulta.
En algunos casos, la inseguridad acabará derivando en cuadros de ansiedad más o menos severos, en función de su capacidad para manejarse con emociones varias, que tendrá dificultad en integrar porque no le enseñaron a hacerlo y que podrían llegar a desestabilizarle.
Con estos precedentes arribará a la edad adulta, centrándose sobre todo en alcanzar independencia económica y una suerte de compensación afectiva en forma de amor y amistad, que le lleve a integrarse en la sociedad siguiendo el modelo que desde su infancia le inculcaron.
Por supuesto éste es el estereotipo dominante, sin perjuicio de que haya personas cuya evolución personal y social discurre por otros derroteros. Pero lo que nos interesa aquí es cómo será capaz de afrontar y manejar su mundo emocional cuando le surjan obstáculos, conflictos o sinsabores en su vida.
Porque lo que la realidad nos dice es que la mayoría de personas adultas carecen de autosuficiencia adecuada para manejarse con sus emociones, sobre todo las negativas, que son generadoras de sufrimiento, inestabilidad y posible somatización. El hecho de que no podamos controlar su aparición y cese, ni su intensidad, nos despierta una sensación de impotencia ante la que sólo somos capaces de reaccionar desde el victimismo, el desborde emocional o bloqueando la energía por medio de la coraza muscular, lo que es una solución parcheada que no impide que sus efectos dañinos puedan aparecer más adelante, incluso con más virulencia.
Las emociones negativas condicionan decisivamente nuestra conducta, ya que la única forma de reaccionar que utilizamos para tratar de minimizarlas es evitar personas o situaciones que potencialmente puedan activarlas, y buscar las que creamos puedan resultarnos positivas.

Emociones y sentimientos
Existe gran confusión a la hora de deslindar ambas cualidades, e incluso a veces se suele definir como sentimiento lo que es una simple emoción, o se llama emoción a lo que claramente es sentimiento. Aunque es cierto que en algunas ocasiones no resulta fácil hacerlo, de la misma forma que hay dos momentos cada día en los que resulta confuso saber cuando el día pasa a ser noche o viceversa.
Así que repasar algunas de sus coincidencias y diferencias puede ayudarnos a deslindarlas mejor:
Coincidencias:
– Tanto las emociones como los sentimientos son activados y modulados por pensamientos. La activación puede surgir al rememorar alguna vivencia del pasado (la mayor parte de los recuerdos tienen un componente emocional), o al anticipar o recrear situaciones de futuro. También de la interpretación que la mente hace de una vivencia externa.
– Las dos son expresión del sentir positivo o negativo, e influyen en nuestra capacidad de raciocinio, estrategias defensivas de la mente, capacidad de afrontamiento, toma de decisiones, etc.
– Sean emociones o sentimientos, no existe correspondencia entre lo que sentimos y lo que expresamos. Hay personas que poseen una profunda capacidad de sentir y sin embargo tienden a bloquear su manifestación exterior, mientras que otras, por interés, imagen ante los demás u otras razones, exageran su expresión cuando su auténtico sentir es en el fondo bastante pobre.
– Emociones y sentimientos pueden activarse mutuamente. Así, un sentimiento de felicidad puede generar puntualmente alegría desbordada, o una emoción de rechazo puede acabar convirtiéndose en un sentimiento de odio.
Diferencias:
– Las emociones son innatas y tienen un papel adaptativo; el bebé utiliza el grito o el llanto para reclamar alimento y atención, o la risa para lograr un feedback positivo de su entorno.
Los sentimientos en cambio comienzan a aparecer en la adolescencia. Los niños por ejemplo no tienen amigos sino compañeros de juego, ya que aún no conocen el sentimiento de amistad o de amor, como tampoco conocen la solidaridad, la esperanza, la vanidad u otros, y sus vínculos con los padres o personas que los cuidan y protegen, a quienes perciben como figuras de apego, derivan del instinto de supervivencia.
– Las emociones surgen de manera espontánea mediante reacciones súbitas y de corta duración, y disminuyen en intensidad o desaparecen al cesar el estímulo que las activa, aunque el pensamiento recurrente pueda volver a activarlas una y otra vez, produciendo una sensación de continuidad en el tiempo.
Los sentimientos en cambio tienen un carácter permanente o de larga duración, son más profundos, y su expresión carece de la fogosidad de las emociones.

Las emociones nos condicionan decisivamente
A lo largo de la historia, la inmensa mayoría de seres humanos ha vivido en un estado de precariedad, con grandes dificultades y penurias, y teniendo difícil acceso a un mínimo alimento y cobijo que asegurara su supervivencia. Aún hoy, una parte considerable de habitantes del planeta sigue pasando hambre, carece de medicinas necesarias para combatir enfermedades que acaban con sus vidas y es víctima de guerras, maltratos, vejaciones y situaciones límite, que ponen en claro riesgo sus vidas.
En estas condiciones, el instinto de supervivencia se convierte en el objetivo prioritario, por encima de otras necesidades o anhelos propios de la naturaleza humana; y no olvidemos que las emociones son inherentes a dicho instinto y tienen un carácter adaptativo, constituyendo además una habitual forma de reacción y expresión del niño/a que acaba integrándolas en su personalidad, pasando a ser su forma habitual de expresión, que terminará perdurando a lo largo de su vida.
En nuestro mundo occidental hubo que esperar hasta bien entrado el siglo pasado para que una amplia mayoría de la población superara el umbral de la mera supervivencia, aunque sigue habiendo estratos sociales malviviendo en condiciones de pobreza y precariedad. Han transcurrido pocos años desde entonces y es posible que en un futuro próximo vaya produciéndose una paulatina apertura al cultivo masivo de sentimientos básicos para la evolución del ser humano, pero hoy día las emociones continúan teniendo un decisivo protagonismo en nuestras vidas.
Aunque hay más razones, como es el caso de personas que desde pequeñas han ocultado a su niña o niño interior y sus estados emocionales son la única manera de acercarse a ellos, mientras que otras nunca han dejado de serlo.
Un amigo me dijo una vez, en tono coloquial, que la única diferencia entre los niños y los adultos es que los juguetes de éstos son más caros. Quizá pueda parecer una caricatura exagerada, pero a lo mejor no lo es tanto si observamos los modos y conductas de nuestra actual cultura occidental, poseída por continuos miedos y pobreza de espíritu, por conductas egoístas y egocéntricas, por un consumismo cada vez más galopante, y donde sentimientos como la empatía, la solidaridad, la comprensión del otro, etc., apenas existen y lo que le sucede al prójimo apenas importa salvo que afecte directamente.
Consecuentemente con ello, lo que la realidad nos muestra es una gran mayoría de personas adultas atrapada con demasiada frecuencia en laberintos emocionales que condicionan de forma decisiva sus vidas, y es prácticamente ajena a sentimientos positivos que deberían formar parte de su naturaleza intrínseca, si de verdad quisieran sentirse como seres autosuficientes y evolucionados.

Cómo trabajar las Emociones
Somos pues víctimas, en mayor o menor medida, de emociones negativas que se despiertan en nosotros con mucha más frecuencia de la que desearíamos. La imposibilidad de controlarlas activa estrategias que oscilan según cada persona entre el bloqueo y el desborde emocional, moviéndonos cada uno de nosotros dentro de ese arco.
Ante esta sensación general de impotencia, surge la pregunta: ¿Es posible controlar las emociones negativas, o cuando menos minimizarlas?
Muchos autores han propuesto técnicas que puntualmente pueden resultar de ayuda, pero su problema es que no van a la raíz y se quedan en simples juegos disuasorios de la mente, no evitando que los efectos de la reacción emocional continúen apareciendo más adelante.
Para introducir una diferente práctica en el manejo de las emociones, partamos de la base de que prácticamente nada de lo que estamos sintiendo en cada momento deriva de manera directa de lo que estamos viviendo en ese instante. Esto puede resultar chocante, pero estamos tan condicionados por patrones, automatismos, heridas emocionales del pasado, traumas, etc., que las experiencias cotidianas ante las que se activan nuestras emociones, no son más que estímulos que activan y actualizan energías encapsuladas en nuestro interior desde nuestra más tierna infancia.
Por tanto, el objetivo debe ser ir a la raíz, mirar de frente a la emoción vivida abandonando toda actitud escapista.
La forma correcta de realizar la práctica es fijar la atención en la parte del cuerpo en la que sintamos la emoción de forma más nítida, dando espacio a la energía ahí activada. Y a partir de ahí, ubicarnos en la atalaya del testigo interior que simplemente observa, sin evaluar, juzgar ni rechazar nada, por muy desagradable que pueda resultar. Una observación teñida de aceptación amorosa de lo que estamos sintiendo, a sabiendas de que con ello estamos permitiendo que la energía estancada vaya liberándose poco a poco.
Puede servir de ayuda imaginar una suerte de desdoblamiento de personajes, en el que somos el adulto que observa y acoge compasivamente el sufrimiento del niño interior.
No es aconsejable, sobre todo al principio, hacerlo en medio de la vivencia, ya que en esos momentos la emoción es demasiado intensa y nos puede atrapar aún más; sí es en cambio oportuno hacerlo cuando al cabo de un tiempo ha perdido fuerza pero la seguimos sintiendo. También sirve recrear mentalmente más tarde la vivencia y abrirnos a la emoción que entonces surgió.
Una conocida ley energética dice que todo a lo que te resistes, persiste. Practicar de la forma propuesta es el camino opuesto, que posibilita la liberación del sufrimiento. La aceptación incondicional abre puertas a la energía encapsulada, mientras que la huida, el rechazo o la proyección, refuerzan su contención.
No es fácil, pero merece la pena poner intención y esfuerzo en abordarlo; permitirnos dar espacio dentro a la energía del miedo, la ira, la tristeza, etc., no es agradable, duele, pero practicarlo con perseverancia acaba dándonos frutos, de forma que en el futuro nuestras reacciones emocionales lleguen a ser menos virulentas y por tanto más manejables.
Se precisa por tanto de una intención decidida y fortaleza interior, a sabiendas de que la práctica continuada conllevará además ejercitar la voluntad, la perseverancia y la propia fuerza interior, cualidades muy válidas para apuntalar la seguridad y la confianza en uno mismo.