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En el pequeño eremitorio del corazón del bosque,
bajo la luz del sol y bajo la luz de la luna y en la oscuridad
la vida diaria del hombre transcurría lentamente
como de costumbre con sus menudos invariables trabajos
y su abundante entramado externo de rutina
y su feliz quietud de ascética paz.
Sonreía la ancestral belleza de la escena terrestre;
también ella* seguía siendo la misma de siempre para los hombres.
La Anciana Madre* estrechaba a su niña contra su pecho
estrujándola con sus acogedores brazos,
como si la tierra por siempre la misma pudiera guardar para siempre
el vivo espíritu y cuerpo en su abrazo,
como si la muerte no llegara allí ni el fin ni el cambio.
Acostumbrados sólo a leer los signos externos
nadie veía nada nuevo en ella, nadie adivinaba su* estado;
seguían viendo a la persona donde sólo había vastedad de Dios,
un ser calmo o una poderosa nada.
Para todos era la misma perfecta Savitri:
grandeza y dulzura y luz
que rebosaban sobre su pequeño mundo.
La vida mostraba a todos la misma faz familiar,
sus* actos seguían la vieja inalterada ronda,
pronunciaba las palabras que acostumbraba pronunciar
y hacía las cosas que siempre había hecho.
Notas:
ella: Savitri
la Anciana Madre: la Tierra
su estado: el estado de Nirvana que acompañaba a Savitri (Véase nota sobre “ingenio” en este fragmento anterior)
sus actos: de Savitri
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Cartas sobre este tema dirigidas por Sri Aurobindo a discípulos pueden leerse en la página dedica al poema Nirvana.
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