Viaje a India (II): El ashram de Ramana Maharsi y la montaña de Arunachala

Finalmente encontramos India. No la India de Nueva Delhi, del Ganges, del Taj Mahal o de los increíbles palacios, la de Rishikesh, la de los gurús de yoga, ni siquiera la triste India de miseria, muerte y desolación. Dimos con ella en Tiruvannamalai, donde por fortuna nada de eso estaba presente. Esa inmersión hacia la vivencia íntima e interna a la que nos impulsó el Matrimandir en Auroville, tuvo su eclosión en la montaña de Arunachala. Y de nuevo fue lo externo, el lugar y la gente, la energía de su mismo impulso, la montaña y el ashram y Ramana, la devoción siempre implícita, la búsqueda última del silencio. Todo ello, sin siquiera pensarlo, nos invitó a buscarnos en la nada.

Arunachala

La montaña sagrada de Arunachala preside la ciudad de Tiruvannamalai. Esta solitaria mole se encuentra desde hace siglos bajo la advocación a Shiva, como un dios que sí ampara. Pero su verdadero referente es el yogui Ramana Maharsi, uno de los más influyentes de la pasada centuria, y en sus cuevas alcanzó la iluminación y comenzó a impartir sus enseñanzas bajo la premisa de la pregunta interna: “¿Quién soy yo?”. Y ese todavía yo, de camino a esas cuevas, asciende la montaña descalzo junto a su familia por una senda empedrada. En apenas cinco minutos el caos de la ciudad es un vago recuerdo. Caminamos rodeados de árboles y vegetación, del canto de los pájaros, de un caluroso sol, de nuestro propio silencio que acompañan los reclamos de los puestos de artesanos cada cien metros, de los simpáticos monos que tratan de abrirte la mochila, y de las quejas de nuestros pies.

Y casi sin darte cuenta se abre un mirador. La ciudad y el horizonte están bajo tus magullados pies, y destaca el enorme recinto del templo de Tiruvannamalai con sus torres piramidales, uno de los más grandes de la India, dedicado, cómo no, a Shiva, el destructor del universo y el ego. Y de este sobrecogimiento hacia lo inmenso pasas al recogimiento hacia lo interno ya en las cuevas de Skandhan Ashram y Virupaksha. Aquí, en las pequeñas estancias habilitadas para meditar, impregnadas por siempre de la energía del empeño de Ramana en su abandono del yo hacia el Ser, es también el vientre de la montaña el que te invita a ir hacia más allá de ti mismo, del tiempo, de las preguntas, de la tiranía cotidiana de la mente; e inspirado así por el lugar dentro del lugar, desaparecer en la nada es como atravesar una burbuja de agua. El bullicio, las gentes, los templos, las vacas, quedan atrás, y desde alguna parte sientes que has llegado al verdadero corazón de India.

En la bajada conocimos a un gurú de la zona, Ananda. La gente lo saludaba con Shiva mudra (gesto de oración juntando las palmas de las manos) cada vez que se cruzaban con él. Vestido completamente de blanco con su túnica y su especie de turbante, hablaba algo de español porque su mujer era de Alicante. Él poeta y ella pintora. Tienen un ashram ecológico a las afueras de Tiruvannamalai. Nos invitó a ir diciéndole a cualquier tuc tuc que nos llevara a Ananda/Gayatri, así que sin duda era conocido.

El ashram

Si en Auroville y Pondicherry llevamos una vida más distendida, una vez en Tiruvannamalai nos volcamos en la práctica de la meditación. El lugar invita. Una vez que, a falta de gallos, eres despertado al punto de la mañana por los evocadores mugidos de las vacas, sabes que lo apropiado es comenzar el día meditando en el encantador ashram de Shiva Shakti Ammaiyar. Recorres las calles pedregosas, sorteas charcos como el Ebro, observas la fachada que ha invadido hoy la familia de monos, evitas los vertederos que hay en cada manzana y en los que pastan las vacas, esquivas los tuc tuc, saludas a los perros vagabundos y de repente una calesa salida del siglo XVIII abandonada en un recoveco; en este barrio ‘bien’ las casas son de dos o tres pisos como mucho, y se entremezclan viviendas y comercios con hermosas fincas y multitud de pequeños ashrams como el de esta impresionante mujer, Shiva Shakti.

Debíamos ir por lo menos una media hora antes a coger sitio y de paso meditar hasta que apareciera. Y llegada la hora lo hacía sigilosamente, pasito a pasito, ataviada con su sari color canela, hasta acomodarse en la gran silla de mimbre que presidía la sala. Y nos observaba y bendecía con sus brillantes ojos. Y se levantaba, y avanzaba dos pasitos a cámara lenta, y se paraba, sin una sola palabra, y hacía gestos gráciles con las manos movilizando el prana (dicen que limpia el karma), y a los diez minutos de reloj ya se había ido y abandonábamos la sala. Esto es India. Y la gente contaba que sentían sin abrir los ojos cómo irradiaba toda su presencia. Y sabía que decían la verdad porque yo miraba alguna vez por el rabillo del ojo y veía sus rostros de felicidad.

Cuando tu única referencia de ashram es el Centro Budista de Panillo, que lo has visitado como si fuera un parque temático, impresiona adentrarte en un ashram auténtico de este calibre y belleza y serenidad y devoción como el de Ramana Maharsi. Para llegar has de cruzar un río Ganges de asfalto con cuatro carriles, dos en cada dirección, sin mediana ni semáforos, a la virulé, con un caos de camiones, motos con la familia entera subida, coches, tuc tucs, y ya desarrollas una atención plena y un sentido último de la existencia. A la entrada se confunden mendigos y shadus con europeos ataviados con sus mejores galas yoguis. Ahí mismo dejas tu calzado junto a un mar de zapatos y caminas lentamente y con enorme conciencia sobre la grava. Es como un campus de meditación. Hay armoniosos edificios de una sola planta, espacios abiertos, vegetación, gente sentada por todos lados, y Arunachala aparece enfrente como en una visión. El ashram es un oasis de apaciguamiento, una auténtica puerta entre la ciudad y Arunachala, a la que se accede directamente a través de un hermoso patio. Y a los pocos pasos ya puedes sentarte a meditar en plena comunión con la montaña como hizo José Luis.

En el edificio principal se encuentra el enorme sepulcro de Ramana Maharsi. Y al igual que en el de Aurobindo y Madre, la gente sencillamente se sienta enfrente a que lo que queda de la presencia del maestro (las cenizas y una foto), les acerque al samadhi, a lo divino. Cada tarde los brahmanes (sacerdotes) realizan pujas, ceremonias hinduistas devocionales en las que mayores y niños entonan una letanía de mantras durante una hora. Y los devotos dan vueltas y vueltas al sepulcro. Es embriagador; David acudió todos los días. Y al mismo tiempo, en la estancia contigua, un brahmán enciende un fuego como ofrenda al sepulcro de la madre de Ramana Maharsi. Y cuando todo termina, una mujer se acerca a Ramana y le canta una bellísima canción. Y cariñosamente, uno se acuerda del devoto cantándole una jota a la imagen del Santísimo Cristo Atado a la Columna. Es curioso, ocurre aquí y en todas partes. Un gran yogui como Ramana Maharsi, alejado totalmente de las liturgias y que predicaba la pura introspección, es venerado como un santo, mediante los vistosos rituales de la tradición religiosa. Es la devoción y sus ritos, que acaban envolviendo aquello que desean preservar, como los hermosos árboles que rodean y esconden el lago de agua cristalina, para que, no quiero que sea verdad, su más pura esencia caiga finalmente en el olvido.

Y en el bonito atardecer en el ashram, con la luna creciente con Júpiter y los pavos reales gritando como si fueran gatos, te encuentras la imagen de una mujer haciendo el mudra de la montaña en la silueta de Arunachala, con una mirada que conmueve y arrastra. La misma mirada de un joven sentado en la columna del porche en contemplación, en puro dhyana con Arunachala.

Estando un día en el ashram sonaba todo el tiempo una batucada, pero eso no es muy raro en India, dónde expresar es lo normal. David vio que se trataba de una carroza mortuoria y todavía podían verse rastros de flores esparcidas por la calle al paso de la colorida y alegre comitiva fúnebre, acompañada de la batucada, cohetes y mucho humo de inciensos… Simbolizando el rastro que el difunto ha dejado en la tierra. ¡Fascinante!

La pradaxina

Uno de nuestros mayores acicates para este viaje era el de la pradaxina, una famosa peregrinación que se realiza rodeando la montaña de Arunachala. “El camino está repleto de templos y shadus”, nos contó Pilar, que la hizo el año anterior. Y nuestra imaginación se desbordaba. Y no nos contó nada más. Impulsados por la alegría y un té masala, anduvimos por una carretera decorada con tumbas de colores junto al arcén y baños públicos con dibujos explícitos a tamaño real sobre la tapia, de gente orinando en la calle y siendo reprendida.

En un desvío de la carretera anduvimos ya por aceras pobladas de sadhus (ascetas hindúes), pero también de casas, comercios, grandes carteles publicitarios, centros de yoga, parques, bares. Y Arunachala bien visible a la diestra. “¿Cuánto falta para la pradaxina?”, le pregunté a Pilar. “¡Esto es la pradaxina!”, me respondió. Y todavía no había salido de mi estupefacción cuando de seguido entramos a visitar a un gurú, un santón, un hombre venerado en vida en su minúsculo santuario al aire libre. Y justo estaba ausente. Pero al poco, de entre la maleza, apareció en taparrabos cubierto de ceniza de pies a cabeza y con las melenas que se le enredaban entre las piernas (suponemos que al mantener aún su forma corpórea venía de estar sujeto a ciertas necesidades humanas), y se tumbó directo en su poltrona. Los padres postraban a sus hijos ante su santa presencia y oraban mientras las mesas con talonarios y carteles con su santa imagen y un número de cuenta bancaria impreso, esperaban a la salida. No están escondidos a altas horas de la noche en la televisión, esto es India. Y cada vez la quieres más, te das cuenta de que la pradaxina es realmente India. Aquí la devoción es una actividad más a plena luz del día; hay multitud de templos minúsculos, ninguno igual, que se confunden entre las peluquerías, las casas, las bocinas y la gente.

La veneración al gurú aquí está institucionalizada. Uno de los más venerados de la pradaxina, el sadhu Moku, falleció el año pasado, y un filántropo millonario le ha construido, para venerar su tumba, un santuario que parece de momento el esqueleto de una nave ganadera. Y este filántropo se levanta a las cinco de la mañana todos los días a repartir personalmente comida entre los sadhus. Y por supuesto, visitamos y presentamos nuestros respetos a la tumba de este santón y a lo que es capaz de inspirar en los demás. Porque nos lo recordamos una y otra vez: esto es India.

La pradaxina ya era atravesar la calle principal del extrarradio de Tiruvannamalai, con sus puestos de comida rebozada, la familia con sus ocho niños vendiendo o tallando figuras hinduistas, y hasta su colegio electoral y sus filas para votar incluidas, pues era día de elecciones. Eso sí, las mujeres y los hombres votando por separado. Y también una atracción semi religiosa en la que, a la vista de todos, pequeños y mayores nos arrastramos por un angostísimo túnel para salir a la luz y renacer de nuevo entre risas y aplausos. Cada tanto volvíamos a ver a un imponente grupo de bramhanes haciendo la pradaxina. Y al fondo de una calle cualquiera emerge un espectacular templo hindú, Adiannamalai, con sus gigantescas y naifs representaciones de dioses en el patio interior, al pie de las cuales un brahmán bendice a una solitaria familia con ungüentos y una candela de fuego, mientras las vacas reposan al fondo. Aquí paraba Ramana Maharsi cuando daba la vuelta a la montaña. Y ya en el interior la luz es tenebrosa y las esculturas y los brahmanes se tornan amenazantes, pero es solo una ilusión en contraste con el afuera; tratas entonces de ser uno más, y la entrega a lo que no comprendes, dejándote pintar la frente entre oraciones, se vuelve apaciblemente intensa.

La ruta te lleva de nuevo a pleno Tiruvannamalai a través de la autovía, y sin darte cuenta estás de nuevo a las puertas del ashram de Ramana Maharsi. Y entras de nuevo a meditar a una sala oscura y acogedora frente a la imagen de Ramana y su diván, repleta de gente que acoge el silencio; y la mente se abandona entre los interminables cánticos que llegan desde la puja que tiene lugar en la estancia del sepulcro de Ramana Maharsi. E India te parece el sueño rumiante de una gran vaca que cruza impasible la calzada entre los vehículos, que por una vez dejan de pitar y se postran ante ella reverencialmente. Y es un sueño que sabes te llevas de vuelta a casa.

Puedes ver la galería de fotos que ilustra este relato aquí.

 

Y la primera parte de este viaje la puedes leer aquí.